Me siento ante el ordenador y empiezo a leer lo que yo mismo voy escribiendo, y me extraño de lo que digo y de cómo lo digo y me dejo llevar por lo primero que me viene a la cabeza y, según va avanzando en la pantalla el cúmulo de palabras, una historia va tomando forma. Y me concentro en no pensar y dejar que la narración siga su curso sin la más mínima idea de hacia dónde me lleva.
No me cuesta trabajo porque no hago esfuerzo alguno más allá del requerido para que las teclas cumplan su función.
Todo está en mi cabeza, pero nada es mío.
Cada palabra que escribo, cada expresión, cada estructura, cada idea, cada personaje, cada atmósfera, me pertenece y me es ajena a partes iguales. Todo lo que sé, todo lo que digo, todo lo que escribo está tomado prestado de quienes lo pensaron, lo dijeron y lo escribieron antes que yo. Y yo lo leí, lo escuché y lo aprendí, y me apropié de ello como,desde que nací, me he ido apropiando de formas de ver la vida, de reírme de mí mismo, de entender a los demás, de afrontar los problemas y convivir con ellos, de vivir en definitiva y tratar de ser yo con todo lo vivido.
Una canción, una conversación en la barra de un bar, un verso, una fotografía, una noticia del periódico, una oración aprendida de pequeño… todo se convierte en piezas de un puzle que te sorprende cada vez que consigues añadir una nueva.
La literatura, supongo, es una alquimia con tantos ingredientes que las combinaciones son infinitas.
Y resulta que escribir es un placer.
Cuando escribes nada cabe en tu cabeza salvo lo que estás escribiendo, no hay recibos por pagar, no hay desengaños, no hay sentimiento de culpa, no hay facturas acumuladas en un cajón, todo se hace a un lado en tu pensamiento porque en ese momento la realidad no tiene importancia porque no hay nada más real que la historia que se va conformando frente a ti, en la pantalla del ordenador.
Y así fue como encontraron el cadáver de Martín Villalta, de buena mañana y en un antro de mala muerte, y enseguida apareció Palacios y con él Corcuera y Godínez y todos los demás, y el Bar el Duende, y la anticuaria Teresa Peña, y Vicente Oliver, y Anita Urbieta, y el irlandés… y poco a poco esa galería de historias y personajes se convirtieron en una novela, que es negra, ya saben: asesinatos, investigación, intriga y todas esas cosas; pero también es optimista, porque yo lo soy y porque no entiendo la vida sino como una tragicomedia donde el humor y la risa nos protegen de casi todos los males.
Ojalá quienes lean Los Malos Pensamientos disfruten tanto como yo lo hice mientras escribía.